Crónicas del Olvido
PEREGRINO DE VIDRIERA
-Alberto Hernández- con José Pulido
I
Un hombre sale de la boca de una ballena y airoso recorre la ciudad. No es Jonás. Tampoco es Moby Dick el gigante marino de la literatura. Un hombre sale de la boca de un edificio y se tropieza con una ciudad. Entonces es el Jonás de esa polis donde las calles y las avenidas son monstruos que a diario enseñan sus llagas.
Un hombre llamado José Pulido, poeta, periodista, pero sobre todo un hombre lleno de ser humano, emerge de un edificio y escribe un libro de poesía en el que aparece él saliendo de un edificio y se hace parte de la Caracas que habita. Vientre donde más de tres días ha sido su casa. Hombre que se desnuda frente a los que lo miran conversar con un escolar frente a la boca de vidrio de la torre donde duerme y busca el milagro diario. Hombre que se sabe dentro de un edificio que lo vomita y lo incorpora al desorden del mundo.
“Peregrino de vidriera” es el libro y de él también sale José Pulido, rodeado de imágenes, de las entrañas donde Caracas se dilata.
El hombre llega a la avenida Baralt. Mira con los ojos que le depara la mañana: “Este no es mi lugar/ soy una raza extraviada/ cantan en orfeón los pajarracos/ enfranelados de sodoma y gomorra/ en la periferia del volumen”. Un amasijo de sonidos y ruidos, gente que deambula con el sueño recién desencajado del cuerpo: “Voces que tropiezan, ojos que roban/ trepan la armazón de una atmósfera/ anuncian que se están yendo/ y agitan raíces”. El hombre, que es poeta, ambula, mira con los ojos donde radica el tono de la poesía: “Calles emponzoñadas/ chopsuey de zapatos// Me mordió la avenida Baralt/ la tarde del viernes/ culebra atragantada/ de buhoneros y carros/ mujeres sin milagros/ buscando templos/ en el infierno de la bisutería”.
II
A la hora final del día, cuando la ciudad enseña el gris de su lomo, el hombre nos escribe en la piel: “El último sol bajó/ la Santamaría de una sombra/ y me lanzó una capa/ en la entrada del bar/ no pensé en estrellas/ porque mi espíritu asume/ que jamás hubo cielo/ cubriendo la ciudad”.
Pero el poeta, el perito en ciudad, la que reposa en el valle, deja la rúa y se adentra en cualquier peatón dueño de resquemores, desamores tocados por lo que queda de sombra en la misma avenida. “Dolor de luna cariada/ y ausencia de amor/ en esta música de víboras/ una moral de último momento/ envilece el saludo/ en la avenida Baralt/ un policía...”. Enjambre de sudores en los que se identifican mujeres y harapientos compatriotas, aletargados por el vaivén de los cuerpos y la soledad colectiva.
El yo de quien escribe, que es el mismo de quien calla, es un viaje en todo este libro que reclama el espacio de sus imágenes: nos leemos en la épica de la polis, desde el instante del despertar hasta la vuelta de las sombras.
Este canto menciona las avenidas donde se puede dejar la vida, o parte de ella, sin que quede un signo de su presencia.
La cotidianidad es una constante en la literatura de José Pulido, tanto en narrativa como en poesía, su marca está en decir lo que sus sentidos toman por asalto: “Este país ha repartido mal/ se lo digo yo/ en esta acera/ sacándole el cuerpo/ a la sayona de la mendicidad/ amenazado de comercios/ subo la avenida/ pisando una goma de chicle...”, entonces el que escribe estas imágenes es el mismo que vive la ciudad, la angustia de sus pasos, el clima y los sobresaltos y “la vibración de rosas blancas/ resurrección de la carne adolescente”.
Con el sello de Ediciones Pavilo, José Pulido pone esta lectura a la disposición de quienes siguen su aventura poética, su poética narrativa, sus descripciones y honduras verbales.
Y así como comienza, termina el hombre, sumido en sus miedos y arrogancias: “Acurrucado el hombre se rinde a los fantasmas/ de su carne/ y duerme sus horas de vida como un enterrado/ el frío enamorado va volviéndose calor de perro/ el perro que fundó la ciudad/ ladrándole a todo movimiento...”.
Más sensitivo que etéreo, como escribe el poeta español Enrique Gracia Trinidad, este libro de José Pulido es una punzada en alguna indefinida parte del alma, porque el cuerpo es también la ciudad.
-Alberto Hernández- con José Pulido
I
Un hombre sale de la boca de una ballena y airoso recorre la ciudad. No es Jonás. Tampoco es Moby Dick el gigante marino de la literatura. Un hombre sale de la boca de un edificio y se tropieza con una ciudad. Entonces es el Jonás de esa polis donde las calles y las avenidas son monstruos que a diario enseñan sus llagas.
Un hombre llamado José Pulido, poeta, periodista, pero sobre todo un hombre lleno de ser humano, emerge de un edificio y escribe un libro de poesía en el que aparece él saliendo de un edificio y se hace parte de la Caracas que habita. Vientre donde más de tres días ha sido su casa. Hombre que se desnuda frente a los que lo miran conversar con un escolar frente a la boca de vidrio de la torre donde duerme y busca el milagro diario. Hombre que se sabe dentro de un edificio que lo vomita y lo incorpora al desorden del mundo.
“Peregrino de vidriera” es el libro y de él también sale José Pulido, rodeado de imágenes, de las entrañas donde Caracas se dilata.
El hombre llega a la avenida Baralt. Mira con los ojos que le depara la mañana: “Este no es mi lugar/ soy una raza extraviada/ cantan en orfeón los pajarracos/ enfranelados de sodoma y gomorra/ en la periferia del volumen”. Un amasijo de sonidos y ruidos, gente que deambula con el sueño recién desencajado del cuerpo: “Voces que tropiezan, ojos que roban/ trepan la armazón de una atmósfera/ anuncian que se están yendo/ y agitan raíces”. El hombre, que es poeta, ambula, mira con los ojos donde radica el tono de la poesía: “Calles emponzoñadas/ chopsuey de zapatos// Me mordió la avenida Baralt/ la tarde del viernes/ culebra atragantada/ de buhoneros y carros/ mujeres sin milagros/ buscando templos/ en el infierno de la bisutería”.
II
A la hora final del día, cuando la ciudad enseña el gris de su lomo, el hombre nos escribe en la piel: “El último sol bajó/ la Santamaría de una sombra/ y me lanzó una capa/ en la entrada del bar/ no pensé en estrellas/ porque mi espíritu asume/ que jamás hubo cielo/ cubriendo la ciudad”.
Pero el poeta, el perito en ciudad, la que reposa en el valle, deja la rúa y se adentra en cualquier peatón dueño de resquemores, desamores tocados por lo que queda de sombra en la misma avenida. “Dolor de luna cariada/ y ausencia de amor/ en esta música de víboras/ una moral de último momento/ envilece el saludo/ en la avenida Baralt/ un policía...”. Enjambre de sudores en los que se identifican mujeres y harapientos compatriotas, aletargados por el vaivén de los cuerpos y la soledad colectiva.
El yo de quien escribe, que es el mismo de quien calla, es un viaje en todo este libro que reclama el espacio de sus imágenes: nos leemos en la épica de la polis, desde el instante del despertar hasta la vuelta de las sombras.
Este canto menciona las avenidas donde se puede dejar la vida, o parte de ella, sin que quede un signo de su presencia.
La cotidianidad es una constante en la literatura de José Pulido, tanto en narrativa como en poesía, su marca está en decir lo que sus sentidos toman por asalto: “Este país ha repartido mal/ se lo digo yo/ en esta acera/ sacándole el cuerpo/ a la sayona de la mendicidad/ amenazado de comercios/ subo la avenida/ pisando una goma de chicle...”, entonces el que escribe estas imágenes es el mismo que vive la ciudad, la angustia de sus pasos, el clima y los sobresaltos y “la vibración de rosas blancas/ resurrección de la carne adolescente”.
Con el sello de Ediciones Pavilo, José Pulido pone esta lectura a la disposición de quienes siguen su aventura poética, su poética narrativa, sus descripciones y honduras verbales.
Y así como comienza, termina el hombre, sumido en sus miedos y arrogancias: “Acurrucado el hombre se rinde a los fantasmas/ de su carne/ y duerme sus horas de vida como un enterrado/ el frío enamorado va volviéndose calor de perro/ el perro que fundó la ciudad/ ladrándole a todo movimiento...”.
Más sensitivo que etéreo, como escribe el poeta español Enrique Gracia Trinidad, este libro de José Pulido es una punzada en alguna indefinida parte del alma, porque el cuerpo es también la ciudad.
(15-05-2003)
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