martes, 30 de marzo de 2021

Durante seis días y seis noches,

cuadrillas de salvataje trabajaron en el canal de Suez para destrabar un buque de carga japonés del tamaño del edificio Empire State que tenía paralizado el comercio mundial. Al final, lo que faltaba era un empujón de la naturaleza: la luna llena del domingo hizo subir la marea unos centímetros, cruciales para devolver el carguero de 220.000 toneladas de regreso al agua. Ayer, sirenas y bocinas de barcos de todo el mundo en el canal sonaron en una explosión de júbilo por el desatasco. Pero si esos bocinazos fueron una suerte de suspiro colectivo después de casi una semana de tensión, por estos días tengo en los oídos el eco de otros cláxones: los que se escuchan en algunas calles de Porto Alegre, Brasil, una de las ciudades más impactadas por la COVID-19. Allá, algunos seguidores del presidente Jair Bolsonaro, molestos por la suspensión de actividades y los confinamientos más recientes, organizan caravanas en auto y, como cuentan nuestros reporteros, “se detienen afuera de los hospitales y suenan las bocinas mientras, al interior, se desbordan los pabellones COVID”. Ese pequeño gesto, tan disruptivo, encapsula la politización y división con que se ha abordado el manejo de la pandemia en el país, que ocupa el segundo lugar mundial en fallecimientos a causa de COVID-19 y tiene una de las peores tasas de mortalidad per cápita entre los países más poblados del mundo.-The New York Times.-El Times.-Elda Cantú Senior News Editor, Latin America...

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