viernes, 13 de diciembre de 2019

Un día, un príncipe deja un mensaje en tu oficina...



Un día, un príncipe deja un mensaje en tu oficina: debes ir a buscarlo a su palacio a una hora precisa. Le sucedió a la periodista del Times Ellen Barry, cuando era corresponsal en India. Antes de ella, decenas de reporteros extranjeros habían escrito sobre una enigmática dinastía real que sobrevivía en un castillo en ruinas, escondido en un bosque justo en medio de una metrópoli de 20 millones de habitantes. El relato de esta familia era, de algún modo, una parábola de los traumas de la historia reciente del país y del drama de un imperio remplazado por otro.
Todas las familias, con o sin derecho a un trono, edifican una narrativa que, al repetirse una y otra vez, le da sentido a nuestra existencia: ¿De dónde viene el apellido de mamá? ¿Cómo vamos a mantener la casa? ¿Por qué el hermano mayor dejó de visitarnos? En estos relatos —a menudo salpicados de fantasías— encontramos explicaciones sobre nuestro carácter, el color de nuestros ojos, nuestro destino colectivo.

Durante cuarenta años, periodistas de todo el mundo cubrieron la historia de la excéntrica familia real de Oudh, unos aristócratas desplazados que vivían en un ruinoso palacio en la capital de India. Era un relato trágico y sorprendente. Pero ¿era verdad?


NUEVA DELHI — Una tarde de primavera de 2016, cuando estaba trabajando en India, recibí un mensaje telefónico de un eremita que vivía en un bosque en medio de Delhi.
El mensaje me lo dio la administradora de nuestra oficina a través de Gchat y me emocionó tanto que lo guardé.
A: Ellen, ¿has estado intentando contactar a lala familia real de Oudh?
E: Este tiene que ser el mejor mensaje telefónico de la historia.
A: ¡Fue bastante extraño! La secretaria dejó instrucciones precisas sobre cuándo debes llamar, mañana entre las 11 de la mañana y el mediodía.

E: Dios mío.
Sabía sobre la familia real de Oudh, por supuesto. Eran uno de los grandes misterios de la ciudad. Los vendedores de té, los conductores de calesas y los tenderos de Vieja Delhi contaban su historia: en un bosque, decían, en un palacio aislado de la ciudad que lo rodea, vivían un príncipe, una princesa y una reina, los últimos miembros de un célebre y noble linaje chiita musulmán.
Había distintas versiones según la persona con la que hablaras. Algunas decían que la familia Oudh había estado ahí desde que los británicos anexaron su reino, en 1856, y que el bosque había crecido alrededor del palacio, envolviéndolo. Otros decían que era una familia de genios o djinn, los seres supernaturales de la mitología árabe.
Un conocido que una vez había atisbado a la princesa a través de un lente de telefoto me contó que no se había cortado ni lavado el pelo en tantos años que este caía al suelo como ramas enmarañadas.
Algo era claro: no querían compañía. Vivían en una cabaña de caza del siglo XIV que rodearon con bucles de alambre de púas y perros feroces. En el perímetro había mensajes amenazantes: SE DISPARARÁ A LOS INTRUSOS, decía uno.

Sin embargo, cada cierto número de años, la familia recibía a un periodista, siempre extranjero, para contarle sus quejas contra el Estado. Los periodistas salían de ahí con historias deliciosamente macabras. En 1997, el príncipe y la princesa le dijeron al semanario The Times of London que su madre se había suicidado en un acto final de protesta por la traición del Reino Unido e India, al ingerir un veneno mezclado con diamantes y perlas molidas.

Podía entender el atractivo de estas historias. El país está marcado por traumas causados por el fraude épico de la conquista británica y después por el baño de sangre de la salida del Reino Unido, conocida como la partición de India, momento en que Pakistán se separó de India e iniciaron estallidos de violencia hindú-musulmana.

Al exhibir su propia ruina, la familia era una representación tangible de todo lo que India había sufrido.
De los hermanos se habían publicado algunas fotografías borrosas: eran hermosos, pálidos y de pómulos salientes pero también lucían de algún modo devastados y angustiados.
Casi todos los días, al dejar a mis hijos en la escuela, pasaba en auto cerca del estrecho camino que llevaba al centro del bosque, que estaba encerrado detrás de una intrincada verja de hierro. El bosque era tan espeso que era imposible ver demasiado y lo habitaban grupos de monos. Por la noche, podías escuchar a los chacales aullando.

Un día después de que me llegara el mensaje, marqué el número telefónico. Después de que sonara el tono de marcado algunas veces, alguien contestó y escuché una voz temblorosa y aguda al otro lado de la línea.
El lunes siguiente le pedí a nuestro chofer que me llevara al bosque a las 5:30 de la tarde, como me indicaron.
El bosque en sí mismo era un poquito mágico, una espesura en medio de una ciudad de 20 millones de habitantes. Los oficiales británicos habían llevado bosques de mezquite en el siglo XIX y estos se habían propagado rápidamente y devorado pasturas y caminos y aldeas y todo lo que antes había estado allí. Más tarde los biólogos lo describirían como una “invasión masiva” de una “especie extraña”.
Condujimos un poco más, hasta que el dosel de árboles se volvió tan tupido que bloqueaba la luz.

Lector: debo confesar que quería escribir esa historia.
Aquella semana el contenido de mi buzón de correo no había sido nada inspirador: hubo un incendio en un depósito de municiones. Informes presupuestarios, un ciclo interminable de elecciones locales y estatales, la introducción de un impuesto a bienes y servicios.
Estos eventos, que llenaban tanto de mis días por aquella época, no satisfacían mi ansia literaria. ¿La casa de Oudh? ¡Esa sí que era una historia!
La persona al teléfono me había dicho que dejara el auto al final de la carretera junto al muro de un recinto militar indio y que continuara sola. No me sorprendió: la familia Oudh era célebre por rehusarse a encontrarse con indios. Le pedí al conductor que esperara a cierta distancia y me quedé parada en medio del bosque sin saber bien qué hacer, con mi libreta en la mano y preguntándome qué ocurriría a continuación.





Credit...Video by Bryan Denton

El príncipe de la jungla de Nueva Delhi


Credit...Video by Bryan Denton

Durante cuarenta años, periodistas de todo el mundo cubrieron la historia de la excéntrica familia real de Oudh, unos aristócratas desplazados que vivían en un ruinoso palacio en la capital de India. Era un relato trágico y sorprendente. Pero ¿era verdad?

NUEVA DELHI — Una tarde de primavera de 2016, cuando estaba trabajando en India, recibí un mensaje telefónico de un eremita que vivía en un bosque en medio de Delhi.
El mensaje me lo dio la administradora de nuestra oficina a través de Gchat y me emocionó tanto que lo guardé.
A: Ellen, ¿has estado intentando contactar a la familia real de Oudh?
E: Este tiene que ser el mejor mensaje telefónico de la historia.
A: ¡Fue bastante extraño! La secretaria dejó instrucciones precisas sobre cuándo debes llamar, mañana entre las 11 de la mañana y el mediodía.

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E: Dios mío.
Sabía sobre la familia real de Oudh, por supuesto. Eran uno de los grandes misterios de la ciudad. Los vendedores de té, los conductores de calesas y los tenderos de Vieja Delhi contaban su historia: en un bosque, decían, en un palacio aislado de la ciudad que lo rodea, vivían un príncipe, una princesa y una reina, los últimos miembros de un célebre y noble linaje chiita musulmán.
Había distintas versiones según la persona con la que hablaras. Algunas decían que la familia Oudh había estado ahí desde que los británicos anexaron su reino, en 1856, y que el bosque había crecido alrededor del palacio, envolviéndolo. Otros decían que era una familia de genios o djinn, los seres supernaturales de la mitología árabe.


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Credit...Andrea Bruce para The New York Times
Un conocido que una vez había atisbado a la princesa a través de un lente de telefoto me contó que no se había cortado ni lavado el pelo en tantos años que este caía al suelo como ramas enmarañadas.
Algo era claro: no querían compañía. Vivían en una cabaña de caza del siglo XIV que rodearon con bucles de alambre de púas y perros feroces. En el perímetro había mensajes amenazantes: SE DISPARARÁ A LOS INTRUSOS, decía uno.

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Sin embargo, cada cierto número de años, la familia recibía a un periodista, siempre extranjero, para contarle sus quejas contra el Estado. Los periodistas salían de ahí con historias deliciosamente macabras. En 1997, el príncipe y la princesa le dijeron al semanario The Times of London que su madre se había suicidado en un acto final de protesta por la traición del Reino Unido e India, al ingerir un veneno mezclado con diamantes y perlas molidas.
[Escucha la historia del príncipe: En el especial de tres episodios de The Daily en el que se narra la vida de este personaje.]
Podía entender el atractivo de estas historias. El país está marcado por traumas causados por el fraude épico de la conquista británica y después por el baño de sangre de la salida del Reino Unido, conocida como la partición de India, momento en que Pakistán se separó de India e iniciaron estallidos de violencia hindú-musulmana.


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Credit...
Al exhibir su propia ruina, la familia era una representación tangible de todo lo que India había sufrido.
De los hermanos se habían publicado algunas fotografías borrosas: eran hermosos, pálidos y de pómulos salientes pero también lucían de algún modo devastados y angustiados.
Casi todos los días, al dejar a mis hijos en la escuela, pasaba en auto cerca del estrecho camino que llevaba al centro del bosque, que estaba encerrado detrás de una intrincada verja de hierro. El bosque era tan espeso que era imposible ver demasiado y lo habitaban grupos de monos. Por la noche, podías escuchar a los chacales aullando.

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Un día después de que me llegara el mensaje, marqué el número telefónico. Después de que sonara el tono de marcado algunas veces, alguien contestó y escuché una voz temblorosa y aguda al otro lado de la línea.
El lunes siguiente le pedí a nuestro chofer que me llevara al bosque a las 5:30 de la tarde, como me indicaron.
El bosque en sí mismo era un poquito mágico, una espesura en medio de una ciudad de 20 millones de habitantes. Los oficiales británicos habían llevado bosques de mezquite en el siglo XIX y estos se habían propagado rápidamente y devorado pasturas y caminos y aldeas y todo lo que antes había estado allí. Más tarde los biólogos lo describirían como una “invasión masiva” de una “especie extraña”.
Condujimos un poco más, hasta que el dosel de árboles se volvió tan tupido que bloqueaba la luz.


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Credit...Bryan Denton para The New York Times
Lector: debo confesar que quería escribir esa historia.
Aquella semana el contenido de mi buzón de correo no había sido nada inspirador: hubo un incendio en un depósito de municiones. Informes presupuestarios, un ciclo interminable de elecciones locales y estatales, la introducción de un impuesto a bienes y servicios.
Estos eventos, que llenaban tanto de mis días por aquella época, no satisfacían mi ansia literaria. ¿La casa de Oudh? ¡Esa sí que era una historia!
La persona al teléfono me había dicho que dejara el auto al final de la carretera junto al muro de un recinto militar indio y que continuara sola. No me sorprendió: la familia Oudh era célebre por rehusarse a encontrarse con indios. Le pedí al conductor que esperara a cierta distancia y me quedé parada en medio del bosque sin saber bien qué hacer, con mi libreta en la mano y preguntándome qué ocurriría a continuación.

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En ese momento se movieron los arbustos y apareció un hombre.
Era delgado, bajito y usaba pantalones de mezclilla a la altura de la cintura, esos que se conocen como jeans de mamá. Tenía pómulos marcados que definían muy bien su rostro, así como un cabello cano y despeinado que se paraba como una cresta.
“Soy Cyrus”, dijo el príncipe. Era la voz aguda que había escuchado en el teléfono. Hablaba de manera precipitada, como una persona que estaba sola la mayor parte del tiempo.
Después giró y me guio por el bosque. Traté deseguirle el paso, pisando una enredadera de raíces y espinas, y subí unas escaleras enormes de piedra que llevaban a la vieja cabaña de caza. Estaba semiderruida, expuesta al exterior y rodeada de rejillas de metal; una de ellas estaba suelta y el príncipe la hizo a un lado con gran estrépito para que pudiéramos entrar.

Ingresé a un esplendor austero y medieval, una antecámara de piedra expuesta llena de palmeras dentro de macetas de latón y alfombras desteñidas que alguna vez fueron elegantes. Del muro colgaba una pintura al óleo de la madre del príncipe envuelta en túnicas voluminosas y oscuras, con los ojos cerrados, como si estuviera en trance.
El príncipe me guio al techo para mostrarme la vista. Nos detuvimos en el borde de la construcción y miramos por encima de las copas de los árboles hacia la ciudad polvorienta que refulgía en el calor.
Otras grandes ciudades se han construido sobre ruinas, pero Delhi está hecha de ellas. Es casi imposible ir de un sitio a otro sin tropezarse con una tumba de 700 años de antigüedad o un fuerte de 500 años.

Siete dinastías musulmanas sucesivas construyeron aquí sus capitales y cada una fue destruida cuando su tiempo acabó. Las ruinas son un recordatorio de que la disposición actual —democracia, Starbucks, nacionalismo hindú— es apenas un parpadeo para India. Aquí estábamos, parecen decir en un respiro. Esto era nuestro.
Mi idea era entrevistar al príncipe y escribir el artículo. Cuando pregunté por su familia, comenzó a pronunciar un discurso animado sobre la perfidia de los gobiernos británico e indio.
Reconocí frases de artículos que había leído, escritas por colegas de The Washington Post, The New York Times, The Chicago Tribune, The Los Angeles Times. Despotricó un poco al quejarse de una persecución por parte de una pandilla criminal. Abría ampliamente sus manos, declamando, y luego las soltaba en un murmullo dramático mientras hablaba de la casa de Oudh.
“Me estoy encogiendo”, dijo. “Nos estamos encogiendo. La princesa se está encogiendo. Nos estamos encogiendo”.
Cuando le pregunté si podía publicar nuestra entrevista, se resistió. Para eso, dijo, necesitaría el permiso de su hermana, la princesa Sakina, quien no estaba en Delhi. Tendría que regresar.
Sin embargo, me pareció extraño. ¿Para qué reunirte con una periodista si no quieres que escriban sobre ti?
La historia comenzaba con su madre. Apareció en la plataforma de la estación de tren de Nueva Delhi a principios de la década de 1970, como de la nada, y se presentó como Wilayat, begún de Oudh.

Oudh (que se pronuncia “ubud”) era un reino que ya no existía. Los británicos lo anexaron en 1856, un trauma del que Lucknow, su capital, jamás se recuperó. El núcleo de la ciudad aún está formado por santuarios y palacios de Oudh.

La begún —un título nobiliario— declaró que se quedaría en la estación hasta que le devolvieran sus propiedades. Se acomodó en una sala de espera exclusiva y descargó todo un hogar ahí: alfombras, macetas con palmas, un juego de té de plata, sirvientes con uniformes, grandaneses relucientes. También tenía dos hijos adultos, el príncipe Ali Raza y la princesa Sakina, que parecían tener veintitantos años. Se referían a ella como “su alteza”.

La begún era una mujer de aspecto deslumbrante: alta y de hombros anchos con una cara tan escarpada e inmóvil como las estatuas de la Isla de Pascua. Vestía un sari de seda oscura y pesada y escondía un revólver en sus pliegues. Ella y sus hijos se acomodaron en unas sillas de plástico rojo y esperaron. Durante años.

“Sentados, sentados como yoguis”, recordó el padre John, un trabajador de la beneficencia católica que distribuía comida en la estación de tren. Los hijos eran de una extraña sumisión, dijo, que se rehusaban a aceptar siquiera un plátano sin el permiso de la madre.
“Eran más obedientes que los perros”, dijo. “Estaban absolutamente bajo su control”.
El comportamiento de la begún era imperioso y dramático. Se resistía a las conversaciones directas y exigía que las preguntas se le hicieran por escrito en hojas membretadas, se colocaran sobre una bandeja de plata y se le acercaran a través de un sirviente, quien las leía en voz alta. Si el jefe de la estación le causaba problemas, amenazaba con suicidarse bebiendo veneno de serpiente.

“Los sirvientes nepalíes andaban de rodillas”, dijo Saleem Kidwai, un historiador que los buscó en aquel tiempo.
Los funcionarios del gobierno se apresuraron para encontrarle dónde vivir. Estaba atrayendo el interés de la prensa y temían que la población chiíta en Lucknow se levantara si pensaban que era maltratada.
“Era una imagen tan romántica”, dijo Kidwai. “Salió de un castillo y ahora vivía en la estación de tren”.
Ammar Rizvi, ayudante del ministro principal de Uttar Pradesh, fue enviado a Nueva Delhi como enlace. Recordó haberle entregado a Wilayat un sobre con 10.000 rupias para que pudieran instalarse en Lucknow.
“En 1975, esa era una gran suma”, recordó. “Pero ella se enojó y arrojó el sobre. Los billetes volaron por todas partes y mi funcionario de relaciones públicas tuvo que recoger uno por aquí, otro por allá. Dijo que no, que no se iría, que era una cantidad muy pequeña”.
En los meses siguientes, Rizvi intentó persuadirla de que aceptara una casa de cuatro habitaciones en Lucknow, pero la begún la rechazó diciendo que era muy chica.
Se estaba poniendo nervioso. Los musulmanes habían empezado a movilizarse. Una vez, Rizvi la visitó durante Muhárram, un ritual anual de duelo, y la encontró rodeada de peregrinos que se flagelaban con cadenas a las que habían puesto navajas de rasurar.

“Los pobres pasajeros miraban aquella escena”, dijo. “Había sangre por todas partes”.
Por esta época, Wilayat encontró un modo más efectivo de presentar su caso: los corresponsales extranjeros.
“Princesa india gobierna en una estación de tren”, escribió en 1981 un corresponsal del Times que describió “su genuino compromiso para redimir a sus ancestros, para corregir los males sufridos durante siglos y obtener justicia”. En la revista People se lee: “Que el mundo sepa cómo se le trata al último nabab de Oudh”.
Los corresponsales extranjeros llegaban, uno tras otro, y los lectores comenzaron a enviar cartas desde todos los rincones del mundo, expresando indignación en su nombre. La begún impuso condiciones exigentes —“solo podían fotografiarla cuando hubiera luna menguante”, informó United Press International— y los periodistas acataron las reglas, encantados con la peculiaridad gótica de todo el asunto.
En 1984, sus esfuerzos rindieron frutos. La primera ministra Indira Gandhi aceptó su pretensión y les otorgó el uso de una cabaña de caza conocida como Malcha Mahal. Se fueron de la estación de tren casi una década después de su llegada ahí. Wilayat jamás volvió a aparecer en público.
Mis responsabilidades en Nueva Delhi incluían ir a muchas recepciones diplomáticas y cenas con bufet que me parecían agotadoras. Era como ser absorbida en una corte imperial en la que cada relación personal era una serie de transacciones, intercambios, usualmente de fragmentos de estatus por fragmentos de información. No tenía la ropa ni la personalidad adecuada para este tipo de trabajo.
Así que era un alivio conducir al bosque y sentarme en el zaguán de Cyrus a comer pistaches y mirar las motas de polen que circulaban bajo los rayos del sol.
De forma serpenteante e indirecta yo intentaba excavar en su pasado. Me halagaba que me permitiera una y otra vez ingresar cuando había rechazado a tantos otros. Y aún así, había algo que me inquietaba de esa pequeña unidad familiar, el modo que parecían haber borrado cualquier relación anterior a su llegada a la estación de tren.

Después de casi nueve meses de conversar con Cyrus, viajé a Lucknow, una ciudad grande en el norte de India que fue la cuna de la dinastía Oudh. Fui ahí para entrevistar a unos detectives para un artículo no relacionado con este, pero sabía que Cyrus había vivido ahí con su madre y su hermana en la década de los setenta, así que fui al vecindario donde había escuchado que vivían los descendientes Oudh.

Para mi sorpresa, los antiguos pobladores recordaban a Cyrus y a su familia. Sin embargo, me dijeron, casi como comentario aparte, que los habían rechazado por ser impostores. Los descendientes de Oudh en Calcuta, donde el nabab había muerto en el exilio, también habían rechazado su pretensión. Y había preguntas que ni Cyrus me pudo responder. ¿Dónde nació? ¿Quién era su padre? ¿Cómo se muelen los diamantes?
Su hermana, la princesa Sakina, no se había aparecido, pero él me dio un libro que ella había escrito y que documentaba sus vidas. El libro era casi ilegible, con mayúsculas al azar, carente de puntuación y escrito en lenguaje florido y prosa apocalíptica.
Pero, salpicados en ese texto laberíntico, había destellos de ternura genuina entre los hermanos, como si fueran dos niños pequeños varados en un bote salvavidas.
Sakina escribió que había intentado seguir a su madre al suicidio, excepto que no lo hizo por su hermano. El asunto del futuro de él la atormentaba. “EN CUANTO AL PRÍNCIPE CYRUS RIZA MI HERMANO ¿QUÉ PASOS DEBEMOS SEGUIR?”, dice. “MI SILENCIO MÁS SINCERO SILENCIO TIENE EL DESEO DE QUE EL PRÍNCIPE SEA BENDECIDO CON LA FELICIDAD”.

Una noche Cyrus me llamó, con alaridos ininteligibles, para decirme que de hecho su hermana había muerto siete meses atrás. No se lo había dicho a nadie y él mismo sepultó el cuerpo. Me había mentido durante meses y parecía estar un poco avergonzado al respecto. Dijo que jamás debía volver a visitarlo y también que estaba muy solo.

Esperé algunos días y después aparecí con una hamburguesa de pescado de McDonald’s. Nuestra relación parecía volver a estrecharse. Me pidió que le consiguiera una pistola y una novia, algo que no hice, así como una lona alquitranada y una grabación de El violinista en el tejado, que sí le llevé. Era servicial y un poco cursi y empleaba referencias de cultura pop que parecían ser de los años sesenta.
Una vez me pidió que lo besara en la mejilla —su piel se sentía frágil, como un pañuelo de papel— y me dijo que era la primera vez en diez años que lo besaban. “Cuando estás aquí mi corazón hace dupididú, Sofía Loren”, dijo.
Incluso dijo que podría escribir algo sobre él, siempre y cuando no entrara en muchos detalles.
“Debo decir la verdad”, le dije.
“Muy bien. Tienes que decir la verdad”, respondió.
Llevábamos debatiendo esto 15 meses y yo debía mudarme de India pronto para un nuevo encargo en Londres. Este tipo de intercambios es el saldo de nuestras últimas conversaciones: yo intentaba que Cyrus revelara algo sobre sus orígenes —lo que fuera, en realidad— y él se me estaba escapando.
“Tú solo eres una persona muy misteriosa, porque no sé quién eres”, le dije un día. Su respuesta fue tímida.
“Oh, de verdad”, dijo con un sonsonete. “Bueno, entonces. Oh, ¿de verdad? Si me has dicho misterioso, yo solo estoy sentado frente a ti”.

En nuestra última conversación, unas cuantas horas antes de abordar el avión a Londres, me preguntó que cómo podría enterarme de su muerte en caso de que ocurriera. Le pregunté si planeaba suicidarse.
“Por ahora seguiré vivo”, dijo.
“Muy bien. En ese caso te veré de nuevo”, le respondí.
Creo que le di un abrazo para despedirme. La últimavez que lo vi remplazaba las barras de hierro que lo protegían de los intrusos.
Tres meses después, estaba en un aeropuerto cuando me enteré de que Cyrus había muerto. Supe de la noticia en Facebook Messenger; me lo dijo un amigo de la BBC.
Dejé mi bolso y me senté en el piso del aeropuerto. Me sentía conmocionada.
En parte, este sentimiento era egoísta. Tenía un archivo muy grande de entrevistas en un sobre manila con la etiqueta “Príncipe Cyrus”.
Había pensado que, en la historia de esta familia, había una parábola sobre India, algo sobre el trauma que quedó sin resolver cuando un imperio reemplazó a otro.
Y luego tuve otro sentimiento: estaba triste porque no estuve allí para ayudarlo. Disfruté nuestras conversaciones, esa danza delirante que duró 18 meses. No podía creer que hubiera muerto solo en ese lugar desolado.
Estaba segura de que, en la oscuridad, él habría querido que alguien le sujetara la mano.
Me quedé allí por un momento, en el pasillo del aeropuerto, mientras la gente me rodeaba con prisa, arrastrando maletas tras de sí.


Tres meses después, estaba en un aeropuerto cuando me enteré de que Cyrus había muerto. Supe de la noticia en Facebook Messenger; me lo dijo un amigo de la BBC.
Dejé mi bolso y me senté en el piso del aeropuerto. Me sentía conmocionada.
En parte, este sentimiento era egoísta. Tenía unarchivo muy grande de entrevistas en un sobre manila con la etiqueta “Príncipe Cyrus”.
Había pensado que, en la historia de esta familia, había una parábola sobre India, algo sobre el trauma que quedó sin resolver cuando un imperio reemplazó a otro.
Y luego tuve otro sentimiento: estaba triste porqueno estuve allí para ayudarlo. Disfruté nuestras conversaciones, esa danza delirante que duró 18 meses. No podía creer que hubiera muerto solo en ese lugar desolado.
Estaba segura de que, en la oscuridad, él habría querido que alguien le sujetara la mano.
Me quedé allí por un momento, en el pasillo del aeropuerto, mientras la gente me rodeaba con prisa, arrastrando maletas tras de sí.

Fueron los guardias de las instalaciones militares de al lado —quienes lo llamaban “rajá”, o rey— los que más tarde relataron cómo había muerto. Rajinder Kumar, uno de los guardias, dijo que al parecer había sido a causa de la fiebre del dengue.
Yo he tenido dengue. Es como si te borraran de la faz de la tierra. Para mí empezó con un dolor penetrante en el hombro y luego, al sudar las sábanas del hotel, con alucinaciones. Tenía los sentidos alterados. Cuando bebí agua del grifo me supo a hojalata.
No sé qué alucinó Cyrus. Su enfermedad pudo haberse convertido en fiebre hemorrágica, con sangrado de las encías y la nariz y bajo la piel. Los pacientes que agonizan con fiebre hemorrágica a veces tienen tan baja la presión arterial que no se les detecta el pulso. Rajinder dijo que Cyrus no quiso que lo llevaran al hospital.
“Señora, yo lo intenté de verdad”, dijo. “Le dije que llamaríamos a la policía, te llevaremos al hospital, pero no, no, no. Somos extraños, terceros, no podemos presionar de esa manera. Si hubiéramos sido familiares podríamos solo haberlo tomado de la mano y llevado”.
Rajinder pensaba que era un asunto de orgullo.
“Solía tener la actitud de que era el rey”, dijo. “Por eso es que no quiso ir al hospital, no quería ser una persona normal”.
Su enfermedad duró ocho días. Un niño, enviado para ver cómo estaba, lo encontró merodeando en la propiedad medio vestido, desnudo de la cintura para abajo, o temblando bajo un mosquitero. Luego, después de un día más o menos, nadie lo vio y el chico lo encontró muerto, acurrucado en el piso de piedra.

Subí las escaleras de piedra del Malcha Mahal varios meses después con una suerte de curiosidad que de alguna manera era como avaricia.
Había regresado a India durante algunos días para ver qué podía encontrar entre sus pertenencias.
Es legítimo preguntarse por qué estaba haciendo todo esto. Yo me lo preguntaba.
“¿Cyrus es una ballena blanca?”, escribí en el encabezado de un correo electrónico a mi editor.
Tenía curiosidad —bueno, una obsesiva curiosidad— por saber cómo una familia con riqueza y estatus se había perdido en el bosque. Saber quiénes eran.
Historias como estas siempre han encendido algo en mí, desbordándose de los confines de la comisión periodística. Algo similar me había pasado años antes, cuando escribí la historia de una mujer que acuchilló a sus hijos en un sótano.
Cuando sentía que avanzaba en la historia, un sentimiento de calma me invadía, como si una nube de información zumbante y dispar fuera entrando a la fuerza en un embudo para convertirse en un chorro cristalino. Los pequeños avances me alentaban como a un apostador. En dichos trabajos era posible que me olvidara de pagar las cuentas, de responder al teléfono, que dejara de lado cualquier cosa que no estuviera en el camino que perseguía.
Cyrus y su familia habían vivido en una gran ruptura histórica: la división del país. Presentía que la respuesta estaba ahí, en un acto gubernamental que había trastornado la vida de medio continente. Pero ¿qué me hacía pensar que podía encontrarlos después de todos estos años? Digamos que lo lograba, ¿qué podía ser más interesante que la historia que ellos contaban sobre sí mismos?
Eso es lo que estaba en mi cabeza al subir esas escaleras. La muerte de Cyrus había recibido mucha cobertura tanto en India como en el extranjero y los buscadores de emociones fuertes habían invadido Malcha Mahal y hecho videos con sus teléfonos con la esperanza de ver algún fantasma. El piso del vestíbulo era un desastre de papeles botados del guardarropa y de una cómoda.

Hojeé cartas, buscando un acta de nacimiento, un pasaporte, algo que anclara a la familia con el mundo real.
Lo que encontré fue más bien una crónica de 30 años de interacciones con periodistas. Este, parecía, era el negocio familiar. Había decenas de pedidos de reporteros. En mi vida he escrito suficientes cartas de este tipo como para reconocer el tono suplicante.
Algunas estaban escritas con un tono elaborado y cortesano. Otras ofrecían dinero.
Sentada en la alfombra me reí en voz alta. Cyrus y su familia los manejaban como marionetas —como habían hecho conmigo— y luego, cuando se les daba la gana, rehusaban con desdén la entrevista. Los Oudh tenían la historia. Ellos llevaban la mano.
Entre los papeles de la familia encontré una columna publicada en 1993 en The Statesman con el titular “Cuando la historia está basada en errores”. Dos párrafos habían sido subrayados.
“¿Has notado que un error factual que aparece impreso en una fuente respetable tiende a ser copiado por otros investigadores del mismo campo hasta que, inevitablemente, compite en credibilidad con la verdad?”, decía. “Los escritores que perpetúan estos errores rara vez tienen un motivo malvado: No tienen interés personal, simplemente no tienen tiempo para revisar y verificar cada dato, así que se apoyan en la erudición de sus predecesores”.
Dos cosas me sorprendieron de verdad.
La primera era una pila de recibos de transferencias pequeñas y constantes de efectivo a través de Western Union desde una ciudad en el norte industrial de Inglaterra. El remitente se identificaba como “medio hermano”.

La otra era una carta. Estaba escrita a mano y fue enviada en 2006. Tenía un tono irritado pero íntimo y en ella el autor expresaba molestia y preocupación, era una carta que solo podría haber sido escrita por un pariente.
“Siento tanto dolor que ni siquiera puedo ir al baño”, comenzaba el redactor y, después de una larga lista de achaques, continuó quejándose de la carga de proporcionarles apoyo financiero continuo a Wilayat y sus hijos. Obviamente no era un hombre rico.
“Por el amor de Dios, traten de solucionar su situación financiera, en caso de que me pase algo malo”, les decía, e incluyó información de la transferencia de Western Union más reciente. “Que Dios nos ampare a todos”.
La carta tenía la firma de “Shahid”, y había sido enviada desde una dirección en Bradford, Yorkshire.
Detengámonos un momento a considerar la tragedia de la casa de Oudh.
A mitad del siglo XIX, la Compañía Británica de las Indias Orientales había acelerado su consumo en los reinos indios. Después de engullir Punjab y Sindh, puso sus ambiciones en Oudh, un territorio más o menos del tamaño de Carolina del Sur.
Oudh estaba bajo el régimen de un nabab, un virrey o gobernador provincial llamado Wajid Ali Shah, un esteta soñeador que se pasaba el tiempo orquestando lujosas distracciones en un harén que llamaba el Parikhana o “morada de hadas”. Creía que los británicos eran sus aliados porque su tataratío les había dado préstamos cuantiosos.

Los ingleses lo veían de otro modo. Le quitaron al nabab su reino alegando mala administración, lo pusieron bajo el resguardo de un tratado que declaraba que “los territorios de Oude deberán desde ahora y para siempre ser conferidos a la Honorable Compañía de las Indias Orientales”.
El nabab lloró y solemnemente se quitó su turbante y lo puso en las manos del enviado.
Poco después se exilió en Calcuta
y Lucknow entró en duelo, tal como la historiadora Rosie Llewellyn-Jones recuerda en su biografía de Wajid Ali Shah. “El cuerpo del pueblo quedó sin vida”, escribió por entonces Zahuruddin Bilgrami. “El pesar cayó desde cada puerta y cada muro. No había camino, bazar ni vivienda que no clamase nuestra total agonía por la separación”.
La madre del nabab, que estaba en reclusión, zarpó a Inglaterra en un intento desesperado por presentar su caso ante la reina Victoria.
Oudh estaba acabada. El reino desaparecido pendería sobre Lucknow como un féretro.
Regresé a Lucknow y tomé un taxi a un laberinto de calles residenciales escondidas detrás de los grandes santuarios y palacios de la ciudad vieja.
Aquí es donde me encontré con testigos que podían recordar a Cyrus y su familia. Los caballos tiraban de los carros a través de estrechas callejuelas, y podía escuchar música metálica en la radio. Aquí, la nostalgia de Oudh era una industria artesanal. A donde quiera que iba, veía la imagen del último nabab, Wajid Ali Shah, con expresión soñadora y un pezón sobresaliendo de su camisa.

Luego estaban los descendientes. Debido a que Wajid Ali Shah tenía cientos de esposas y concubinas, las personas que se identifican como sus descendientes están por todas partes en Lucknow, y luchan como gatos monteses por la veracidad de sus afirmaciones. Cuando pregunté por la familia, me encontré que el recuerdo era instantáneo: sí, tres de ellos se habían mudado a este complejo durante unos meses en la década de 1970.

Abrar Hussain, quien había trabajado como sirviente de Wilayat, dijo que la familia había causado sensación, especialmente entre los chiítas. La gente común se conmovía hasta las lágrimas al verlos, y algunos quedaron tan impresionados por la begún, convencidos de que ella era su reina que regresaba, que se negaban a darle la espalda y caminaban hacia atrás, por respeto.
“No era solo yo, todo el público venía a verla y se estaban volviendo locos”, dijo. “La gente lloraba por verla en esta condición”.
Pero los hombres mayores que presidían el vecindario, en su mayoría descendientes de miembros de la corte de nabab, dijeron que eran impostores. Sayyed Suleiman Naqvi, un antiguo descifrador de códigos en el ejército indio, dijo que se había hecho pasar por periodista para verificar las credenciales de Wilayat.
“Ella dijo: ‘Tenemos evidencia documental’. Le dije: ‘Tráemela’. Ella dijo: ‘Se la daré solo a quienes tengan autoridad’. Nos mostró algunas vajillas y cosas así, que eran, por supuesto, antigüedades”, recordó Naqvi, quien ahora tiene más de 70 años. “Pero no nos mostró ningún documento”.
La familia se fue de Lucknow precipitadamente, dijo. Algo había sucedido: una tía mayor dijo que había conocido a Wilayat antes de la partición. La tía dijo que Wilayat era una mujer común y corriente, la joven esposa de un funcionario público.
Naqvi, quien se considera un gran estudioso de la naturaleza humana, dijo que creía que eran mentirosos, pero que no los motivaba la codicia.
“En mi mente esta mujer es una megalómana”, dijo al fin. “Debieron haberle hecho pruebas psicológicas”.

Su impresión de los hijos, sin embargo, era distinta: “Le creyeron a la madre”, dijo, “porque era su madre”.
En India, todo lo que averigüé fueron fragmentos, retazos de chismes de barrio destapados después de 40 años.
Regresé a Londres con tres pistas reales: la carta desde Yorkshire, ese nombre —Shahid— y los recibos de Western Union, evidencia de que todos estos años alguien había estado cuidando en secreto a Cyrus y su familia.
Tomé un tren a Bradford y caminé hasta la dirección que estaba en el sobre. Llegué a una casa pequeña y ordenada que estaba rodeada de una gran colección de nomos, ositos, yorkies, sirenas y hadas de cerámica.
Estaba tan nerviosa que me paseé un rato frente a la casa antes de tocar el timbre.
La puerta se abrió y ante mí se encontraba un hombre vestido con pijama de estampado de tigre. Tenía pecho y hombros amplios y parecía tener ochenta y tantos años. No se veía bien: tenía ojos reumáticos y el pecho hundido.
Pero tenía el rostro de Cyrus, los mismos pómulos prominentes y la nariz aguileña.

Me dijo que pasara, me mostró una silla y después se acomodó en un catre. Sus movimientos eran laboriosos. Miraba sin afectaciones las fotografías que llevé. Cuando le ofrecí reproducir una grabación de la voz de Cyrus, sacudió la cabeza rehusándose, pues dijo que sería demasiado doloroso.

Al lado de su lecho de enfermo había dos retratos enmarcados de Wilayat.
Él era Shahid. Era el hermano mayor de Cyrus.
Y entonces, finalmente, escuché algunos hechos.
Eran, o habían sido, una familia ordinaria.
Su padre, Inayatullah Butt, había sido el secretario de admisiones de la Universidad de Lucknow.
El nombre de mi amigo no era príncipe Cyrus ni príncipe Ali Raza ni príncipe nada.
Simplemente se llamaba Mickey Butt.

Aquí, en esta casa de ladrillos en West Yorkshire, la había encontrado: la identidad que Cyrus y su familia habían tratado de ocultar con tanto esfuerzo. Shahid, quien pasó su vida adulta trabajando en una planta de fundición de hierro, podía recordar la vida antes de Oudh, cuando tenían mucamas y uniformes de escuela. Cuando su madre no era una reina rebelde, sino una ama de casa.
Poco después llegó a casa Camellia, la mujer de Shahid. Era una mujer sencilla y directa de Lancashire a quien le animaba hablar del líder del partido laborista, Jeremy Corbyn (a quien despreciaba), y de su esposo (a quien adora). Se habían conocido en 1968, cuando llevaba el pelo rubio en un peinado alto y Shahid lucía como un boxeador de peso pesado. En esos días, dijo, él podía enfrentarse solo a cuatro hombres.
Jamás había conocido a la madre de su esposo, pero había mantenido una correspondencia de años con ella. Creía que la historia de Oudh era, en sus palabras, “una condenada farsa”.

Shahid escapó cuando tenía 14 años y emigró al Reino Unido, y rara vez mencionaba la pretensión de su madre a la casa real de Oudh. Cuando le pedí que me contara esa historia, fue evasivo. Dijo que ni siquiera estaba seguro de si era indio o pakistaní.
“Estoy muy confundido. No sé quién soy”, comentó. “Soy como un ave, un pájaro perdido desde hace mucho, un cordero extraviado”.
Intenté hacerle más preguntas pero Shahid estabapreocupado por las noticias de la muerte de Cyrus —él lo llamaba Mickey— y por el hecho de que nadie supiera exactamente dónde estaba enterrado.
“Debí haberlo salvado”, dijo.
De repente, el campo de testigos se había expandido. Había otros parientes, gente respetable, dispersos por Pakistán, Gran Bretaña y Estados Unidos.
El hermano mayor de Cyrus, Salahuddin Zahid Butt, era piloto de la Fuerza Aérea de Pakistán, un héroe de guerra que bombardeó posiciones indias en la guerra de 1965. Murió en 2017, pero su esposa, Salma, vivía en Texas. La llamé.
Me dijo que la pretensión de su suegra de una herencia real era falsa. “Ella creía que era la princesa de Oudh, pero nunca lo fue”, dijo sobre Wilayat. “Jamás escuchamos esta historia sobre la princesa de esto, la princesa de aquello. Obviamente tenía algún trastorno mental”.
Dos de las primas mayores de Cyrus, Wahida y Khalida, todavía estaban en Lahore, así que volé a Pakistán para verlas. Aparqué junto a una alcantarilla abierta llena de aguas negras e hirvientes, caminé por un callejón lleno de basura y llamé a una puerta de madera que se abrió hacia un complejo espacioso, inquietantemente tranquilo y verde, con rosales en flor.

Las primas eran mujeres encorvadas como pájaros de 70 años. Wahida había trabajado durante muchos años como maestra y apenas hablaba. Parecía comunicarse abofeteando a la gente con fuerza en la cara. Vagó de una de nosotras a la otra, buscando a quien abofetear. Una vez fui yo. Principalmente fue a mi intérprete, cuyo rostro se endureció en una mueca permanente.
Khalida habló la mayor parte del tiempo. Recordó a Wilayat como una joven tempestuosa, pero dijo que no la habían visto desde fines de la década de 1960, cuando de repente dejó Pakistán y volvió a la India. Parecían reacias a decir más.

Después de escucharlas discutir otros temas durante una hora, presioné sobre el asunto, consciente del paso del tiempo.
“Pregúntale, ¿alguna vez escuchó que su familia estaba relacionada con los nababs de la realeza de Oudh?”, le dije a mi intérprete.
“No tengo idea”, respondió Khalida.
“Wilayat decía que era la reina de Oudh”, les conté. “Eso le dijo al gobierno indio durante muchos, muchos años”.
“Estaba mintiendo”, dijo Khalida.
Las presioné durante horas, hasta quedar cansada y frustrada.
“Wilayat está muerta”, le dije. “Sus hijos están muertos. Ya no hay ningún secreto”.

“Todo es una mentira”, dijo Khalida. “Están muertos. Déjalos. Dios los perdona, así que nosotros también debemos perdonarlos”.
Tratar de hacer que Shahid hablara de su madre y sus hermanos era doloroso.
Se quedaba atorado en cierto momento de la historia, cuando su madre lo había mandado a comprar plátanos y él había huido de la familia. Camellia dijo que, al día de hoy, no comía plátanos. Ella creía que sentía culpa.
Además cada vez estaba más y más enfermo. No era una infección en el pecho, sino cáncer de pulmón y se había extendido a los nódulos linfáticos. A Camellia ni se le ocurría permitir que lo hospitalizaran y en cambio lo cuidó en el salón de su casa hasta que no hubo nada más que hacer que darle medicamentos contra el dolor.
En mi cuarta visita a Bradford, la última vez que lo vi, su voz era ronca, pero me dijo más de lo que había mencionado antes.
La historia, como me la contó, comenzaba con la partición de India.-The New York Times.-El Times.-Ellen Barry...



— Elda Cantú

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